El viernes tuvo lugar la lectura de diversos poemas de las obra de Ana Pérez Cañamares y de Pablo Otero. Ana nos pasa el siguiente texto titulado
LA ACCIÓN POÉTICA
Acción y poesía son dos palabras que, en un principio,
pueden resultar contradictorias. Parece que la poesía fuera sobre todo un
estado estático, receptivo, como tumbarse y absorber los rayos del sol.
Es cierto que la “acción” de leer y escribir versos comienza
con una disposición del ánimo. Una atención especial de los sentidos y la
mente. Una entrega a los que los objetos, los seres, las palabras tengan que
decirnos. Una apertura receptora que implica parar, dejar a un lado la rutina, y
que de primeras no evoca nada que suponga una acción, un movimiento.
El poema puede surgir de una revelación aguda y repentina
-como una flecha que vemos venir y no evitamos- o de un conocimiento hilvanado
y profundo, hecho de tiempo, desarrollo y esfuerzo, como si buceáramos hasta el
fondo de nosotros mismos en persecución de una idea.
Os daréis cuenta de que las metáforas conllevan ya cierto
movimiento. La trayectoria de la fecha, las brazadas hasta el fondo... En el
poema hay que ganarle a la pereza, la prisa, la costumbre, y atrevernos a
cuestionar lo que damos por hecho. Tenemos que ser más listos que nosotros
mismos y darle lo mejor que tenemos. Y eso supone siempre dejar entrar una
revelación que viene de fuera propiciada por algún hecho o percepción,
abandonar la superficie en la que normalmente vivimos. Ir a la búsqueda
interior de eso que nos hace más humanos, y por tanto, más iguales a nuestros
semejantes, más allá de nuestras particularidades o apariencias externas.
El espíritu, o la conciencia, en fin, ese lugar al que va
dirigida la poesía, sufre una sacudida, un temblor que lo saca de su comodidad.
La poesía es contemplación, sí, pero no estática. Una esquirla de la realidad ha atravesado al poeta, este
traduce el impacto al papel, que lo guarda latente hasta que un lector decide
frenar la trayectoria poniéndose a sí mismo delante. La poesía no existe sin
que se complete ese recorrido. Siempre necesita de un cuerpo vivo en el que
alojarse. Y no sólo uno. Necesita inocular su virus sucesivamente en distintos
cuerpos.
Dice José Agustín Goytisolo que “poeta no es el que siente o
se conmueve; poeta es el que hace sentir o conmoverse a los demás”. En una
primera instancia, el poeta necesita la soledad, pero no se basta solo. Es un
pregonero que busca el acontecimiento, pero la noticia no es tal hasta que no
sale de su boca. Se hace valedor de un secreto, pero luego el secreto le pesa y
tiene que ponerle alas y echarlo a volar. Y las palabras son el método
científico que le sirve para poner a prueba sus intuiciones, para ver si pueden
erigirse en fórmulas que sean válidas para otros.
La poesía, así entendida, es una responsabilidad. Es entrar
en contacto con una lucidez que sólo se entiende si pertenece no solo a uno,
sino a una comunidad. El poeta, tanto como el lector, acuden a su fuente como
una cura para su necesidad de verdad, consuelo, comprensión o compañía.
Cada uno accede a este manantial a su manera: hay poetas que
abren los ojos y se inundan de luz, y los hay que los cierran y trabajan tanteando
en la oscuridad. Como hay lectores que necesitan de silencio y soledad para
entregarse a esa pausa de las distracciones del ego, esa cita de almas que es
la lectura; a otros les resulta más fácil si participan del rito de la
comunión, en un recital de poesía. Últimamente, parece que la poesía está
saliendo de la cama y del sillón a lugares más abiertos. Hemos asistido a
recitales en plazas, parques, bares, bibliotecas, al terminar una asamblea o
una manifestación. Creo que esto se debe a la naturaleza de los tiempos que
vivimos. Hemos creído – nos han hecho creer- que nos bastábamos solos, y ahora
comprobamos cuánto necesitamos volver a replantearnos todo y regresar a los
orígenes -como dice la poeta Szymborska “no hay preguntas más apremiantes/que
las preguntas ingenuas”. Y tenemos que hacérnoslas juntos, alimentando la
inteligencia colectiva, volviendo a esa palabra que teníamos olvidada y que la
poesía rescata y pronuncia implícitamente una y otra vez: “nosotros”.
En cualquier caso, ya sea la lectura una experiencia
solitaria o colectiva, ¿qué le está pidiendo el lector al poema? No salir
inmune de la experiencia. Hay una frase en la película Leolo que recuerdo a
menudo: “Sólo le pido a un libro que me recuerde la urgencia de actuar”. Pero
un sujeto que actúa tiene que haber experimentado primero un cambio interior;
sin ese cambio, acabará por repetir los mismos actos de siempre. Algo dentro de
él, en sus convicciones, en sus prejuicios, en su manera de ver y enfrentarse
al mundo, tiene que haberse roto, desmoronado, abierto, para dejar paso a algo
nuevo; quizá no radicalmente nuevo, pero sí lo suficiente como para no haberlo
reconocido hasta el momento en que las palabras lo nombran. La poesía atraviesa
lo tópico, lo aprendido de memoria, para llegar a lo esencial, lo que no
habíamos visto o no habíamos podido reconocer. Y algo en ese lugar no físico,
cambia, se desplaza. Sin este cambio previo, los actos serán pantomima efímera
e hipócrita. Pero si ese movimiento se produce, las acciones sobre el mundo en
las que se traduzca serán honestas y podrán dar fruto.
La poesía tiene la llave para operar esos cambios, porque el
lenguaje tiene una fuerza que no tienen otros vehículos transmisores. Las
palabras dichas con ritmo y con belleza se dirigen a la intuición, a la
emoción, a la razón. Nos sacuden enteros. Y cualquier cosa que las palabras nos
empujen a pensar, a vivir, a sentir, será una acción poética. Creación en
estado puro. Como querían los griegos para la palabra poiesis. Platón la
definía como “la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser
a ser”. Según él, hay un movimiento que se da en el alma mediante el cultivo de
la virtud y el conocimiento”. Heidegger explica la poiesis como “el florecer de
la flor, el salir de una mariposa de su capullo, la caída de una cascada”.
El poeta John Berger dice que “cuando una persona se ve
afectada por lo que ha visto, ha escuchado, ha leído, deja de ser la que ha
sido, puede actuar de manera diferente”.
Creo haber explicado con todo esto que para mí la poesía es
sobre todo un movimiento del interior más profundo, más desnudo, aquel lugar en
el que es difícil mentirnos -porque ¿para qué?, si la poesía es quizá el
aprendizaje de no mentirse a uno mismo- hacia los brazos de los otros. Sin este
baile de dos pasos, la poesía no está completa. Sumando uno y otro paso, la
poesía nos empuja hacia los demás y desdibuja nuestros límites. Un poeta
desconocido toca nuestra alma y gracias a su caricia, podemos ser más
generosos, más flexibles, más abiertos a nosotros y al que tenemos lado.
Nosotros. Esta es la palabra que me gustaría que se
escuchara tácitamente al final de cada uno de mis versos.
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