Presentado por Yolanda Izard, ayer jueves por la tarde compartimos la presentación de Diario de una tristeza, último libro de poemas de Manuel González. La presentadora nos ha pasado amablemente el texto que leyó para dar a conocer el poemario de González.
Yolanda Izard
Buenas tardes, queridos amigos,
bienvenidos a este espacio de encuentro con la poesía y muchas gracias por
acompañarnos. Voy a intentar ser breve pero al mismo tiempo no dejarme nada en
el tintero sobre este libro de poemas, “Diario de una tristeza”, que contiene
una buena cantidad de sustancia, y por tanto seguiré la máxima de Juan Ramón Jiménez:
la suprema moralidad de la brevedad. Manuel González ya recibió su bautismo de
poeta impreso con su poemario “Eslabón roto”, que presentó el año pasado en la
Casa Zorrilla, pero no se agota el poeta en una sola visión, que diría Aníbal
Núñez, y tenía mucho todavía que decir, como lo demuestra con este segundo
poemario, publicado por la editorial Origami. Manuel González, aclararé a
quienes no lo conozcáis, aunque procede de San Sebastián, lleva viviendo entre
nosotros desde los dieciséis años y es licenciado en Filología Hispánica, pero
sobre todo es poeta en el sentido más amplio del término. Yo al menos, aunque
no lo conozca demasiado, lo veo así: un poeta entregado a su oficio con una
pasión y una incondicionalidad solo dignas de aquellos que llevan la escritura
en su sangre y en su corazón.
¿Por qué diario de una tristeza?
Todos sabemos lo que es un diario, qué nos arranca del silencio para hacernos
palabra, y todos sabemos lo que es la tristeza, qué condiciones tiene que
soportar el hombre para adquirir la conciencia de que no es posible separarnos
de la melancolía o la pesadumbre, qué sueños se nos habrán de romper por el
camino de la vida, y cuánto daño hemos de soportar. A veces la tristeza no es
sino una sencilla protesta contra el desamparo. A veces la tristeza no es sino
una modesta toma de posición contra la injusticia del mundo. Contra la falta de
cordura, de amor, de comprensión, de compasión. Pero a veces también, como
veremos en este poemario, la tristeza es el punto de partida del ser que no se
conforma con los desatinos terrestres y que busca en sí mismo y en lo otro, en
el gran Ello del mundo, la liquidación del transitorio estar y su sustitución
por el ser verdadero. Decir todo esto con palabras es todo cuanto puede hacer
un poeta, pero qué importante es su labor. Los sentimientos, las emociones, una
vez vividas, pasan y se desvanecen, pero las palabras, si son el reflejo
verdadero de esas emociones, abren la conciencia y, como en un espejo,
multiplican la sensación de verdad, no solo en el poeta, sino en el propio
lector. Y además perduran.
La conciencia de ser hombre sobre
esta tierra no sería la misma sin los poetas. NI siquiera los científicos son
capaces de ofrecernos tanta información sobre lo que habita y late en nuestro
interior, lo que en nuestras entrañas se gesta. Cuando un poeta como Manuel
dice: “El amor, cuando llega, / lo hace a través de lágrimas de ceniza, / luego
deja máscaras en la almohada” no está hablando solo del amor, ni de la ceniza
en que se convierte su ausencia, ni de cuántas caras puede mostrarnos, además
está hablando de cada uno de nosotros, de nuestros sueños perseguidos y
malogrados, de nuestra incapacidad para sostenerlos. Está hablando de una
tristeza esencial que tiene que ver con el simple hecho de estar vivo, de algo
cuya explicación se nos escapará siempre pero cuyo reflejo, aunque huidizo,
podremos leer en versos como estos de Manuel. El poema abre el duro caparazón de
la realidad y muestra lo oculto, lo invisible, lo inasible.
Escribir un diario también puede
ser un desahogo. El diario además puede
tener una función descubridora ya que es el depositario de esas emergencias del
subconsciente que solo brotan cuando somos capaces de suspender parte de
nuestra lógica. Por tanto, no puede haber mejor forma de acercarse al diario en
cuanto vehículo de conocimiento de uno
mismo que la poesía, que es la gran aliada del subconsciente, pues funciona más
que con lo racional, con la intuición, que es la que da sabiduría a nuestro
corazón.
Manuel González y su Diario
pactan con las estaciones la entrega de su vida íntima presidida por una
tristeza que tiene mucho que ver con un preguntarse sobre la propia identidad y
sobre el desencuentro amoroso. La división del poemario en cuatro partes
correspondientes a cada una de las estaciones, comienza en este libro con el
invierno, que, paradójicamente, en el mundo de los topoi literarios representa
el final, el punto de llegada sin más posibilidad de regreso. Pero aquí Manuel
invierte los esquemas y nos muestra el invierno, la desolación del desamor,
como un punto de inflexión necesario para construir sobre las cenizas, sobre sus
escombros, sobre el naufragio afectivo, los paramentos de una regeneración.
Porque, no sé si lo he dicho, este es un libro de desamor que se va
convirtiendo progresivamente en un libro de amor. Es más, este es un libro de
desamor y de amor que se va convirtiendo paulatinamente en un libro de búsqueda
espiritual que se resuelve en el hallazgo del otro, a través de la comunión con
el mundo.
Nadie dice el amor de la misma
manera. Manuel lo dice en voz baja, como su ángel de la guarda, lo dice con
humildad, sin grandilocuencia ni aspavientos. Tiene una emoción y trata de
expresarla con una escritura cercana y sencilla, quizá por eso mismo cuando
llegan sus metáforas, sus prosopopeyas, estas brillan y casi resplandecen. Y
todas ellas se sustentan de tres elementos temáticos: el amor o el desamor, la tristeza y la
meditación sobre lo que sea ser hombre; y de un correlato poético: lo inanimado
como trasunto de su sentir. Desde el primer poema de la primera parte,
Invierno, se nos muestra este deseo del amor en toda su plenitud:
“Como el tacto de gotas de lluvia
/ dormidas sobre una flor / tuve el sueño de ser parte de ti.”
El invierno de Manuel tiene sed
de un amor que parece escapársele siempre. Hay fechas explícitas, 11 de
febrero, que es como se titula uno de sus poemas, y temas diversos que siempre
remiten y desembocan en el cuerpo de la amada, visto como un paisaje de heridas
que el poeta prefiere olvidar: p. 8: “Prefiero cerrar el mapa / y no tropezarme
con tu recuerdo.” El otoño es aún la estación del amor triste, de un amor que
no acaba de vivirse en los pronombres, como diría Salinas, porque su sentir
nace ya lleno de pesadumbre y por eso sus poemas se ciernen en metáforas y
personificaciones, caen llenando los versos de objetos y realidades que son el
trasunto poético de su desolación, como esas manos, por ejemplo, que caen con
la misma tristeza de las hojas de otoño.
Es el invierno, es el otoño que
habitan entre el deseo y la inquietud vital, la frustración y el vacío desesperanzado
y que tiene su indiscutible alianza con la tristeza que preside estas dos
primeras partes del libro. ¿Qué hay detrás de esa tristeza que se proclama
inseparable de la existencia? Hay una “llama exhausta”. Un “jardín de rosas
negras”, “Una casa en ruinas”. Hay “un hombre que duerme rodeado de escombros”,
un hombre que “no se reconoce en el espejo, que es la imagen del hombre
partido”. Hay “el espacio feroz de la noche y su lenguaje cruel ante el
espejo”. Y hay sobre todo una soledad que lo envuelve con un helado manto de emociones
que tienen que ver con el desarraigo: La sensación de ser un extraño en la
propia tierra. La de vivir una vida a la que le han robado su misterio. La de
ser el último fantasma cosido al viento.
Es una soledad tan vívida, tan
intensa, que ni siquiera puede matizarla la comunicación amorosa; es más, del
propio cuerpo, ensamblado a la palabra, nace esta soledad, como tan bien lo
expresa Manuel en estos versos: “Llegada la noche, / bebí de tus pecados / con el ansia del hombre
moribundo, / y vi la soledad cómo brotaba / de tu palabra desnuda.” ¿No hay
remedio contra la soledad? No en estas dos partes, que tientan el nihilismo,
que desconfían incluso de la capacidad del amor para someterla: “Amarla fue
abrazar la soledad. / Las palabras se desprendían amarillas, / escondieron los
caminos de vuelta”. P. 26
Pero el poeta sabe que de la
sombra puede nacer la luz, que de los escombros alzarse una nueva vida y
regenerarse, como el ave Fénix de su poema: “Fue necesario decirte adiós / para
quemarme. / Mi verbo necesitó luz, / pronombres personales, / beber de
hortensias azules.” Y aunque estemos escindidos, aunque, como él tan bien
expresa, “La mano derecha escribe versos de acero” y “la izquierda concluye con
violetas.” (p. 19) Manuel sabe también que desde nuestra identidad
contradictoria, desde nuestra doble y a veces irreconciliable naturaleza, puede
emerger aquel que se alce sobre el desamor, sobre el desarraigo, sobre la
soledad, sobre la falta de comunicación con el mundo y con la amada, y ello
gracias al amor. Sí, Manuel nos dibuja una verdadera resucitación sobre el nihilismo,
la que permite que el desencanto anterior se traduzca ahora en una cita
prometedora de Mihai Beniuc, que es la que abre la tercera parte, Verano: Igual que en el mes de agosto, / lloraré estrellas a montones.
“Déjame entrar”, dice Manuel. “Lo
haré a través de tus ojos”. Y efectivamente, Manuel comienza a mirar aquí de
otro forma el mundo. Mira y define la felicidad. Mira y define los tópicos
culturales. Mira y vuela con los pájaros, los hijos del aire, ángeles de gesto
rápido / que sacian su sed / con lágrimas del viento. Se mira, sobre todo, a sí
mismo, desde ópticas distintas y quiere dejar de ser alguien lejano, alguien
que aprenda a vivir sin temor a la belleza. Es ya ese otro que se plantea preguntas
relativas a su naufragio, pues sabe que las preguntas son el inicio, que de las
preguntas bebe el conocimiento. De esta forma surge el hombre nuevo, el que
madura y tantea las infinitas posibilidades de la redención.
¿Y quién puede ser ese alguien
nuevo sino el que se ama a sí mismo y es por tanto capaz de amar? La primavera,
última parte del recorrido vital del poeta,
viene presidida por estos versos de Benedetti: “Qué buen insomnio / si
me desvelo sobre tu cuerpo”. El camino espiritual de la búsqueda de uno mismo
en el otro está llegando a su fin. Desamor, soledad, desarraigo han girado
inexorables sobre versos sostenidos por una atmósfera de vacío, que ahora se abre
a otro mundo de plenitud y significación. Se reconstruye la identidad
desbaratada desde la hoguera, las llamas y la ceniza para amanecer convertido
en un hombre nuevo. “Quiero ser árbol, sendero”, dice en un poema. Todas las
personificaciones en que sostuvo su identidad en las partes anteriores se
convierten ahora en parte de un recorrido de plenitud, en el que la comunión
con la naturaleza es esencial. Ahora sabemos que este libro trata también de un
recorrido espiritual que, como en los ascetas, parte de la destrucción para
hallar la luz. Por eso el poeta dice: Búscame en el lenguaje secreto de los
pájaros o “en el mercado comprando algo de aliento”. Porque, “si unimos manos
en un mismo pálpito”, llegará el tiempo de poner nombres a las cosas.
Sí, la primera y última función
del poeta es la de nominar, la de poner nombre a nuestros sentimientos de vacío
o de deseo, la de ir fijando con las palabras las claves de nuestra andadura
por la tierra, la de preservarnos en ellas, porque ellas son lo que somos,
porque somos lo que ellas nos dicen. Hablar
del desamor y entenderlo ha sido posible con las palabras de Manuel, y asimismo
hablar del encuentro con el amor y entenderlo. Entenderlo a través de versos como estos de Manuel: “A
tu vientre llegan golondrinas, / y se quedan, / y anidan metáforas alrededor de
tu cintura, / y la luz se hace humana / y el sueño un hecho posible / detrás del
silencio.
O de estos otros, de absoluta
comunión con ese mundo que, como dijo Jorge Guillén, a pesar de todo está bien
hecho, y con los que acabo:
"Termina mi búsqueda.
Respiro el mar,
doy gracias,
el universo me ha prestado sus ojos.
Contigo acaba y empieza todo.
Es propicio el tiempo.
Vamos a vivirnos."
.
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